miércoles, 16 de diciembre de 2009

Castillo azul


Por Norma Páez


Era Alina la que llamaba a la puerta, lo sabía bien, era ella. La vi desde el balcón cuando dio vuelta por la calle San Cristóbal, sus finos brazos envolvían un ramo de claveles blancos. Caminaba por el estrecho sendero marcado por malvones rojos, que daba a la entrada de la casa. Los pliegues de su falda de lino azul volaban con el viento que jugaba a empujarla, y la blusa blanca ajustaba bien en su cuerpo delgado. Alina había cumplido cuarenta y dos, era una mujer madura, aventurera y silenciosa. Con el cabello corto parecía de treinta y cinco. Aquella pintura era real, la guardé en mi memoria, no quería quedarme sin ella.
Dando unos saltitos Alina entró por la puerta de atrás, bajé corriendo para recibirla, en cuanto estuvimos una frente a la otra, la estreché contra mi pecho con tal fuerza que le provocó un suspiro, al soltarse de mis brazos dijo: “¡discúlpame!”, y alargada la palabra en mi boca recibí sus labios con ansiedad. La esperaba dos horas antes, ella tan distraída, solía llegar tarde a todas las citas; su tardanza no me preocupó porque al final, me dio tiempo para cubrir la mesa con el mantel floreado que tanto le gustaba; en la estufa puse a calentar un poco de té de manzanilla y canela. El aroma se esparció. La textura era suave, dulce, cálido…, olía a ella.
Cuidé todos los detalles para darle una bienvenida candente. Preparé en un pequeño tazón de vidrio fresas cubiertas de miel, el jugo de naranja con que las rocié quedó en el fondo. Con la mirada fija en el tazón la imaginé sobre la cama, en ese sueño lamí poco a poco el jugo de naranja derramado sobre su piel. Al despertar coloqué en el buró unos vasos con vino. Alina había prometido quedarse. En ese momento no sabía si cumpliría, al final, sí cumplió y lamenté que las noches fueran tan cortas.
Entró a la cocina esquivando el perchero, dejó los claveles sobre la mesita de centro, cogió el florero y comenzó a balancearse, acarició con sus dedos la silueta femenina incrustada en el vidrio. Calló. Por un momento quedó en un vacío. Levantó la cara y sus ojos se clavaron en mi cuerpo, seguía mis pasos con interés. Miraba con esa tranquilad que a mí me angustiaba, ¡no sé por qué! Alina al despabilarse de sus pensamientos abrió el grifo del agua, llenó el florero hasta la mitad y con sosiego colocó los claveles.
–Del florero me atrajo el realce blancuzco y la base de plata que daba luz a los perfiles de la mujer; lo adquirí en un viaje hacia el sur de Galicia. Cuando viajé a España, un viernes casi al final de verano entré en una de esas tiendas de antigüedades y mientras la recorría, una mujer hacía el intento por acercarse, caminó alrededor y yo seguía ahí sin saber qué decirle… fingí no verla, tomé el florero y acaricié los relieves.
Alina estaba distraída, no escuchó mi relato y sin decir nada caminó hasta la chimenea, sobre la base de madera puso el florero. Seguía en silencio, observaba buscando algo, no sé qué, luego se detuvo y en la pared por fin encontró ese algo. Era el cuadro que pintó Salvador S., un músico sin talento y un artista con la brocha.
–Y esa pintura de quién es, dónde la compraste, –preguntó con insistencia.
–Fernando lo compró después de una larga noche de risas y festejos por el cumpleaños de Salvador. –A “Chava”, como le decimos los amigos lo conocí en el verano del 94. Coincidimos en una cantina de la ciudad de México, iba sola, recuerdo que esa noche se escuchaba un ajetreo desolador: 1994, Chiapas, Zedillo, crisis… Hace poco visitó nuestra casa. Salvador es un amigo con mucho talento y poca suerte.
Recuerdo que Fernando, mi esposo, me contó lo entusiasmado que estaba por el cuadro; después de una larga insistencia Chava se lo vendió. Ese día celebraron con vino francés y muy alegre, “Chavita” amenizó la reunión con ironías punzantes que como flechas, iban directas a la autoestima de sus frívolos compañeros de mesa: “Reíamos como imbéciles burlándonos unos de otros”, dijo Fernando tartamudeando y sin contenerse a reír de nuevo. No hice eco de sus risotadas porque me distrajo la palidez de los personajes de aquel cuadro.
Salvador se inspiró al ver el Castillo azul en Tarija, una ciudad del sur de Bolivia. Lo atrapó la historia cincelada en sus paredes. La construcción la comenzaron hacia finales del siglo XIX. La pintura recién terminada era extraña, los personajes parecían atormentados como por una pesadilla, tras de sí un cielo rojizo matizado por líneas amarillas y azules. Caía la tarde.
–No conozco los detalles de la historia. Salvador enfatizó que esa construcción carecía de baños, pero que eso no era lo extraño sino…, –en tono brusco, Alina interrumpió mi narración.
–El cuadro de tonos rojizos y azules le dan una extraña nitidez. Los rojizos son amenazantes y el azul oscuro, sombrío; al fondo las dos mujeres se ocultan detrás de la puerta, ¿las ves?, –preguntó al tiempo que volteaba hacia mí.
El cuadro del Castillo azul causó también en Alina una atracción incontrolable, por un largo rato lo observó; los colores oscuros crearon la imagen de la tarde muriendo. Según mi interpretación, se dibujaba el viento en delgadas líneas que pronosticaban una tormenta; las mujeres se detenían de las puertas levantando la mano como despidiéndose o quizá era una señal de auxilio, no lo sé, en el cuadro no estaba definido.
Entre las sábanas y la luz ambarina que cubría la casa mordí sus labios. La noche era corta y decidí aprovecharla. Amanecía. Después de una intensa noche de sexo desperté al escuchar el vaivén de Alina, buscaba su ropa, andaba descalza por el laberinto de la habitación; cansada del ajetreo se sentó en el borde de la cama y al inclinarse para besarme tocó mis pezones que escapaban del camisón de algodón. Notó que mis párpados estaban hinchados, sí, me delaté; furiosa me dijo:
–No voy a dejar a Ernesto, lo amo. Vive la relación como lo dijiste. ¡Alondra…Alondra, no sufras!
–Alina por favor no me digas esas cosas, quiero estar contigo. No pido más.
–Entonces por qué esos pucheros, por qué tienes los ojos hinchados, ¡explícame, dime! –sacó mucho aire al esforzarse para mostrar enojo y chilló por segunda vez, ¡explícame!
–No me entiendes. Sólo piensas en él, –le reprochaba mientras cambiaba las sábanas blancas. Mis senos colgaban, ella los miraba con deseo; cuando descubrí su mirada lasciva intentó calmarse, se acercó sigilosa y dijo:
–Tienes razón no te entiendo y…, en ti siempre pienso. Ven, –susurró–, déjame besarte… ¡quédate pequeña…!
Como enredadera se amarró a mi cuerpo frágil, quedé sometida a sus deseos oscuros. Forcejeé un poco, no me soltó y antes de que lo hiciera, giré hacia ella y la besé con ahogada angustia. Tenía miedo de perderla. No quería dejar de tocarla, de morderla, de beberla, de casi matarla hasta lograr que gimiera de gozo. Incisiva continué con los reproches:
–Pero, ¿cómo es que lo aceptas?, ¿acaso no te duele que el hombre que amas duerma con otra y… que yo duerma con él?
–Alondra por qué el pudor si duermes conmigo… Escucha, ¡odio las complicaciones! Ernesto es un hombre sensual, inteligente, abierto; ¡ámanos, déjanos amarte! Seremos tres almas, tres cuerpos gozando en la cama; compartiremos saliva, semen, sudor, memoria y olvido… los tres sin dejar de ser lo que somos…nos respetaremos, nos amaremos, –me dijo con la calma que a mi me falta, sus ideas me enojaban. Ahora ya no es así, de verdad…
–Y ¿Fernando?, –le pregunté.
– ¿Fernando, qué?
No dijimos más. Alina tomó el suéter verde del perchero y lo sujetó a su cintura, salió muy alterada, dio un portazo; el silencio transformó mi actitud en culpa.
Pocos días después Ernesto llegó de París. Pronto notó la distancia entre nosotras, deberíamos... deberíamos ser nosotras, nosotras. Entonces no comprendí qué era amar y ahora...creo… Esa noche fui a casa de Alina, tomamos unos tragos y terminé por despedirme muy temprano. Ambos me acompañaron hasta la puerta de mi casa, Ernesto manejó en silencio y Alina era la que aminoraba mi incomodidad. En el trayecto, reí, reí mucho, éramos malísimas contando chistes. Nosotras íbamos en los asientos de atrás. En cuanto llegamos, a punto de salir del auto deslizó su mano por de bajo de mi falda; dejé escapar un gemido quedo, intenté ahogarlo, se me escapó.
Poco después de nuestra despedida regresé a su casa. Alina confiaba en mí y me lo demostró al entregarme un juego de llaves. Entré a la casa con sigilo, en el balcón, oculta tras las cortinas, los observé; Ernesto y Alina jugaban entre las sábanas, se revolcaron succionándose, recordándose; memorizaron la noche compartiendo silencios, –el suyo y el mío–. En el mismo lugar después de una hora, alcancé a escuchar las inquisitivas preguntas de Ernesto.
–Alina, ¿qué pasó?, –inquirió con voz ronca, la gripe le había congestionado la nariz.
–Nada grave sólo que, Alondra está chapada a la antigua. No comprende el significado del amor. No hay diferencia, se ama o no se ama. Ernesto y, ¿sí te acercas?, ¿la amas no es así? Es necesario que se dé cuenta de lo complejo qué es el amor. –Alina le contestó con firmeza. Se negaba a pensar en la posibilidad de separarnos aunque su convencimiento de hacerlo me alertó, dijo que me abandonaría si no respetaba su forma de vivir y comprender el amor. Agregó muy enojada:
–Sufrir, ¿para qué? ¡No, me niego!, hay que evitar el sufrimiento, –terminó diciendo con voz fuerte.
–Tienes razón, me acercaré. Invítala para la comida en casa de tus papás, –Ernesto lo dijo al parecer muy optimista. No le creí.
Después de todo, en cuanto me invitaron acepté. En mi armario había estado guardado, ¡por meses!, el vestido que Alina compró en uno de sus viajes a la ciudad de México. Sabía que con este vestido la atraparía, no dejaría de verme, quería tener toda su atención. Eso quería. Pero, las cosas resultaron distintas. Llegando el sábado, Ernesto y Alina pasaron por mí, me sentía incomoda pero no quería quedarme sin verla deslizarse por los jardines del pueblo, observando los detalles del paisaje. Mirarla, era para mí, todo... El sábado después de la comida emprendimos una caminata. Ernesto, Alina, Fernando y yo recorrimos las viejas calles intransitadas del pueblo; Alina iba colgada del brazo de Fernando, al verlo desde lejos pensé en lo mucho que me gustaba, es guapo, pero… Alina se fijó en mí. Fernando recibió una llamada al celular y se separó del grupo; mi esposo es hombre de una sola mujer, lo sé. Cuando sucedió, es decir, cuando nos dimos nuestro primer beso, Alina y yo, la acepté, pero no comprendí por qué y creo que ni siquiera lo intenté…, eso ya está en el pasado.
Ernesto comenzó a acercarse y halagó mi cabello largo, deslizando su lengua hasta mi boca mordió mis labios, recogió el aroma de cada poro de mi piel. Así subió hasta quedar frente a mí, era la primera vez que estaba tan cerca. Conocí los ojos color negro más hermosos, brillaron al verme. Esa mirada me turbó. Alina desde lejos nos miraba despreocupada, eso sí, sonriente, se notaba que estaba contenta porque no lo rechacé como otras veces lo hice. Los labios rozados de Ernesto me provocaron impulsos sin control, arrebatos que se manifestaron en pequeñas pulsaciones que recorrieron mi cuerpo, si hasta el clítoris ya caliente, húmedo... Alina al vernos corrió a tomarnos de la cintura. Para esos momentos su olor ya estaba impregnando en mi sangre, en mis venas; lo sentía recorrer desde mi nariz hasta mis pulmones, comenzaba a llenarme de él y de ella. Al preguntarme: “¿Llegaríamos a ser tres? Alina se colgó de mi cuello y besó mis labios. Ernesto nos miró sin decir nada.
Después de algunos meses terminé aceptando la propuesta. Éramos tres en la relación. En ocasiones teníamos encuentros en algún hotel de las afueras de la ciudad. Aún tenía cierto pudor sobre todo porque Fernando no sabía de nuestra relación. Por ese motivo nuestros encuentros nunca fueron en la casa de alguna de nosotras. Confieso que acepté porque quería seguir bebiéndomela sorbo a sorbo, mas en el fondo de lo más horrible de mí no había aceptado del todo ésta relación, pensaba en que Alina debería ser solo mía. Con Alina viví la relación luchando contra la moral inculcada por mis padres, moral que sólo me estorbaba. ¡Absurdo!...
“¿Qué cuándo crecieron los celos?, no sé, no sé”. Una noche de noviembre Ernesto decidió hacerme una visita; Alina no llegó con él y Fernando estaba de regreso en Colombia. Abrí la puerta, entró trastabillando y dejó la botella de vino sobre la chimenea…luego me empujó haciéndome caer sobre el sillón. Esperé a que se desabrochara la ropa y le ofrecí un vaso con vino, fui a la cocina y tras la columna bajo la oscuridad mascullaba la idea de matarlo. La palabra matarlo la pensé muchas veces cuando la besaba, cuando él metía los dedos bajo su falda o cuando chupaba las grandes tetas de mi Alina. Matarlo… sí, matarlo. Alina sería sólo mía.
Ernesto bebió demasiado; tres copas y yo ya estaba algo ebria. No recuerdo de qué hablamos. En la sala quedó vulnerable… ahí sentado en el sillón bajo el cuadro del Castillo azul, lo apuñalé y la sangre salpicó las caras de las mujeres que se endurecieron de terror. En ese momento recordé lo que nos dijo Salvador acerca del asesino serial que encontraron muerto; colgaba de una soga en una de las habitaciones del Castillo Azul: ¿Suicidio?, ¿se trataba de un asesinato o, una venganza? Las mujeres del cuadro eran las recamareras, fueron las primeras en descubrir el cadáver.
Después de bañarme tomé las llaves del auto y manejé hasta la casa de Alina. Cuando llegué sentí el calor, me acurruqué en el sillón, no preguntó por Ernesto, quizá no sabía de su última visita a mi casa. Hacía frío, quemó más leños en la chimenea. Nos acomodamos, Alina estuvo callada hasta que me ofreció un “ácido” y nos fuimos a la recámara. Ahí, recogí con mi lengua sus jugos, apreté sus carnes macizas embarradas de aceite de almendras; demasiado dulce para mí, el olor me hizo sentir asqueada. La abracé y mi cabellera cayó sobre su cara, sus labios carnosos acariciaban mis labios, los mordía… succionaba, sí, sabía hacerlo. La noche avanzaba y ya cansadas quedamos tendidas sobre la cama, Alina no dejaba de acariciar mi sexo, luego al acercarse los dedos a la nariz murmuró: “el sexo de una mujer es la mezcla de sal y humedad”, muy caliente bajé y absorbí esa porción del mar, la chupé hasta dejarla casi seca. Pude haber seguido hasta el amanecer pero Alina quería platicar.
No teníamos sueño y en nuestra conversación hubo un poco de varios temas. Caí en un hastío porque Ernesto no dejaba de aparecer en cada relato, largo o corto él seguía ahí. La besé y le dije: “Amor, creo que estoy comenzando a comprender qué es el amor”, sus ojos tuvieron un brillo de alegría y la odié. De mi bolsa saqué dos mascadas y la sujeté a la cama, luego la monté y la amarré de las muñecas, yacía inmóvil; le confesé los detalles de mi crimen. Ernesto había muerto. Al escucharme soltó un gemido del dolor que le ocasionó el impacto del disparo. La maté.
La maté como un acto de amor, ahora, es sólo mía. Señora Juez estoy aquí para confesarles mi amor por Alina, no siento culpa, mi último deseo es que el mundo sepa qué es el amor y que yo la amé.

npaezgalicia@yahoo.com.mx
Desde otra ventana miro el amanecer, cálido y azul.
14 de noviembre del 2009

lunes, 26 de octubre de 2009

José Cruz Camargo, blues y cervezas

Quise atraparte en mis manos,
atraparte en una fotografía,
Seguí tu ritmo, tu orden, tu caos.
Viernes 23 de octubre del 2009


La tocada se anunció a las 20:39 horas, empezamos un poco más tarde de las 20:46, pero ya desde las 19:33 hacíamos fila para entrar al Multiforo Alicia, que se ubica en Av. Cuauhtemoc 91Colonia Rockma, México Distrito Federal. Enfrente puedes ver el parque Ignacio Chávez, en el que cada domingo se reúnen vendedores y comparadores amantes de los LP de la Orquesta Mondragón y otros más.
En la noche del viernes pasado concurrimos a traídos por la voz del bluesero José Cruz Camargo, quien ha cautivado a muchos, hombres y mujeres desde hace...bueno ya lo dirá cada quien, desde hace cuánto nos ha cautivado… Lo acompañó su hija Mary Jose, una joven talentosa, y una gran banda. ¿Los recuerdas? ¿Los conoces?, en las fotografías que les presento más adelante podremos recordar.
El Multiforo, si, ese lugar que a muchos les evoca íntimos recuerdos de largas trasnochadas; Para los que alguna vez los conocieron como mera coincidencia ahora es solo una imagen difusa, de un pasado-presente olvidado o desconocido. En el Alicia, antes el ambiente era cobijado por nubes de humo de cigarros, hoy solo se escuchan las notas musicales que se producen cuando chocan las botellas de cerveza, en manos del malabarista que intenta llevarles unas cervezas a sus amigos: Canciones, música, blues y rock; amor, sexo y sudor. Pocos hemos tenido la oportunidad de tocar sus paredes, escuchar las exigencias del público por la última y nos vamos. ¡otra, otra!, gritamos.
En el Multiforo Alicia, todavía se dan cita los amigos de la vieja guardia y los jóvenes, ellos que con su trabajo procuran darle continuidad a este proyecto musical, proyecto de encuentros de voces, guitarras, armónicas, bajos y baterías.
Luces plateadas clavan sus miradas en las caras de todos. En la noche del viernes, las luces no dejaron de acariciar a José Cruz Camargo. Tocó algunas rolas de su disco, Lección de vida. En la semi-oscuridad caminamos, nos detenemos por un momento y dejamos que nos miré Tintan, luciendo su traje azul. Cuando queríamos calmar nuestra sed, íbamos por la siguiente ronda de cervezas. En el camino, te encuentras un amigo y con las cervezas de regreso se las beben a la salud del poeta, extraño entre la multitud. Escena titulada, tres amigos, gritan: ¡A tu salud poeta!!!!
En ese lugar de culto a la música y encuentros, nos abrazamos, y correspondíamos a sus canciones cantando con él. En un acto egoísta quisimos poseerlo, una y otra vez, sacamos tantas fotografías que deslumbramos a los demás con el flash. En las fotos que les presento, ¿te ves?, ¿ves a alguno de tus amigos?, ¿Qué recuerdas cuando te deslumbró el flash de la cámara? Ahh, no crean que se me olvidan, chicas, también estuvieron Leticia Servin y Calle Azul. Una gran noche de luces y sombras.

Les comparto una noche de caricias e instantes de una vida, José Cruz Camargo.

Norma Páez

npaezgalicia@yahoo.com.mx

domingo, 11 de octubre de 2009

Quiero sudar contigo

Por Norma Páez


Antonia salió corriendo de la oficina para llegar a casa y arreglarse. Había llegado por fin el viernes, el tan esperado viernes. Pronto se vistió con su atuendo negro: una falda de piel, una blusa ligera, botas y un collar de semillas. Pintó sus labios de un rojo cereza, su cabello alborotado caía hasta la cintura. Antes de salir del departamento, bebió un sorbo del café que preparó por la mañana.
La fila de personas que deseaban entrar a la presentación de Real de Catorce casi daba vuelta a la manzana. Antonia se reprochaba todos los pretextos con los que intentaba justificarse: el tráfico, las marchas, la estrechez de las calles; la verdad era su mal hábito de llegar tarde. Desesperada pensó en su amigo, -dueño del lugar-. Mientras lo buscaba sintió la mano de una mujer que tocó su hombro. Se trataba de Camila, una mujer de treinta y tres años que cargaba con su complejo de altura; Antonia en cuanto se volvió, con un dejo de malestar la abrazó pensando en alejarse.
-¿Crees que alcancemos a entrar? , -preguntó Camila.
-Espero que sí. Hoy tuve que pasar una bronca con mi marido. Emilio prefirió quedarse aplanado en su sillón, acariciando a su tonto gato.
-Olvídate de Emilio, ahora es el momento de disfrutar la noche, ¡a José Cruz!
En la entrada principal del Foro apareció riendo a carcajadas el amigo que tanto buscaba. Sandro se distinguía por esa risa franca, fuerte y en ocasiones chillona más que estridente. Atraídos como por imanes Antonia y Sandro se abrazaron con efusividad, luego él extendió el brazo para darles paso. Antonia caminando detrás de Camila, entró al tiempo que saludaba a sus “compas” de la entrada. Subieron por las estrechas escaleras y previniendo el abrumante calor, ambas se acercaron al ventilador. Antonia desabrochó tres botones de su blusa, sus senos parecían escaparse; insinuante se acercó al escenario:
-Y, ¿dónde está José Cruz?, -gritó Camila.
-Aún no ha llegado, se le travesó el gato de su mujer, -Antonia contestó riendo.
Ambas rieron desaforadamente.
-Antonia, ¿traes un cigarro?
-¡Por supuesto!
En cuestión de minutos estaba repleto. De repente se escucharon gritos y chiflidos; José Cruz por fin había llegado. No tardó en prepararse, luego radiante salió al escenario, bajó su sombrero negro cubriendo su frente. Su pose de divo motivó el griterío de las mujeres. A pesar de que para unos, el bluesero era un vanidoso, muchos lo admiraban y pensaban en él como un gran poeta urbano.
En cuanto Camila se dio cuenta de la indiferencia de Antonia, se alejó abriéndose paso dando empujones y uno que otro codazo. Desde el fondo, Camila gritó: “Déjate de payasadas y empieza”. José Cruz ignorándola, se quitó la chamarra y dejándose llevar por las embriagantes notas de las guitarras, cantó extraño en la multitud. En ese momento, Antonia recordó a Emilio agobiado por sus celos; él detestaba ver cómo ofrecía sus labios a ese hombre de más de cincuenta. Emilio como otras noches que Antonia acudía a los conciertos, prefería refugiarse en el departamento que había heredado de su abuela.
Sonó la armónica. Despertó y aquellos pensamientos que la turbaban pronto los disipó. El olor a marihuana y a tabaco se esparció. Las botellas de cervezas chocaban. Algunos ebrios y otros volando se movían en oleaje siguiendo a coro la letra de cada canción. La luz tenue iluminaba las caras alargadas, redondas y pequeñas de hombres y mujeres. Las pinturas en el muro obscurecían el lugar.
Antonia fumaba marihuana cuando Frank se acercó. Él extendió la mano y le ofreció unas rayas de cocaína. Sin hablar se dejó conducir tras el escenario. Inhalaron. Sintiendo los efectos ella lo acarició, desabrochó su pantalón, jugó con su lengua, deslizó su mano, capturó su sexo. Él comenzó a besarla, mordió sus pezones, humedeció su piel con la lengua, subió su falda, deslizó sus gruesos dedos, acarició su sexo y al oído le susurró partes del poema de José Cruz: “quiero sudar contigo…, soy el vago que te arranca el aroma para existir”. Los gemidos de ella y la respiración profunda de él se confundieron con la deleitante armónica. Las piernas de ella rodearon la cintura de Frank y los cuerpos se mojaron, se penetraron, se hicieron uno. Bailaron. Atrapados en las sensaciones orgásmicas, la imagen de Emilio seguía ahí, con Antonia. Sí, ahí en las bragas húmedas, en la piel erizada por los movimientos coordinados y armónicos, en los mordiscos que Frank le daba una y otra vez en los pezones. Al final, sólo se despidieron.
El espectáculo acabó a media noche. Antonia regresó a casa, entró sigilosa, se dio un baño, limpióse del olor a marihuana, del sexo de Frank, de su humedad; se acomodó junto a Emilio, -parecía dormir-. Se metió entre las sábanas, lo abrazó y él, con dolor en el pecho le dio la espalda; el dolor se producía al pensarla en los brazos de cualquier hombre, le era insoportable. Emilio se debatía entre la contradicción de la monogamia y la poligamia, quería decirle: “no importa, me excita que hayas estado con otro… quédate conmigo, sólo conmigo”. La contradicción le impedía recibirla, volverse hacia ella y besarla. Antonia no desistió de abrazarlo, buscó su aliento, su calor, persiguió su hombro y él no pudo resistir más, tomó su mano y la apretó junto a su pecho, sus latidos se aceleraron.
Ella besó su espalda, su cuello, su cabello y sintiendo la piel de su marido, le dijo: “te amo”.

npaezgalicia@yahoo.com.mx

Casita Tlalpan
Escrito hace cientos de días
Corregido, 9 de octubre del 2009.

jueves, 9 de julio de 2009

Eje Central

Por Norma Páez

Era apenas la seis de la tarde cuando un hombre alto y corpulento, moreno, descubierto de los brazos, rapado, tatuado, con un arete en la oreja izquierda, abordó a Matilde. Ella salía de la disquera. La tomó del brazo y caminaron por el Eje Central, luego por la Plaza de la Constitución. Llegando a la entrada de un restaurante la joven forcejeó en un intento por zafarse, mas como gatito obediente se contuvo al sentir el frío de la pistola.
Había demasiadas personas por las calles. Él la amenazó con dispararle sin consideración, no le temía a la muchedumbre, fuera cual fuera el obstáculo lo vencería, dijo susurrándole al oído, mientras le sonreía a la anciana que pronto se perdió entre los compradores de ropa de segunda mano.
Matilde aterrorizada buscaba entre los transeúntes, uno por uno, quién podría ayudarle. Quería gritarles auxilio. ¿Nadie entendía sus gestos de miedo y desesperación? Las personas máquinas de hacer, ¿querían ignorar por conveniencia, por miedo, o porque estaban tan ensimismados que no pensaban en la existencia de los demás?, ¿quizá lo confundían con su padre o con su novio?, muchas preguntas la saturaron. ¿Por qué no la ayudaban? El hombre tatuado y la joven darketa se confundían en la fauna gris de la ciudad.
En esos momentos su abrigo negro de nada le servía, sentía calor, sudaba, pero a él, a él sí le servía, una parte le cubrió el brazo derecho con que rodeaba la cintura de Matilde, del otro lado escondió el arma. De esta manera no existía evidencia alguna del delito.
- ¿Cómo te llamas?-, le preguntó.
- Matilde-, contestó en voz baja.
La pregunta fue de más, el hombre sabía quién era, dónde y cómo vivía. Sí, también sabía que sus padres fueron activistas sociales que enfrentaron a la dictadura y luego, su padre se unió a los grandes del narcotráfico traicionando sus principios. Matilde buscó en su memoria las caras de policías, políticos y prostitutas que visitaban a su padre. El hombre tatuado, ¿era uno de ellos? Su madre no se enteraba de las entradas y salidas de los extraños. La casa dónde habitaban era como un laberinto. Matilde la conocía muy bien, se escurría entre los escondites más ingeniosos y los muebles pequeños eran su guarida, así lograba enterarse de todo. Pero no, no lo recordaba.
Mientras caminaban, Matilde comenzó a sentir un líquido caliente que escurría entre las piernas. Sus botas negras pronto se humedecieron, y a cada paso que daba, chorreaban de orines. Ella intentó agacharse, el hombre la jaló de los cabellos para que no se mirara más.
- Sigue caminando.
Le ordenó enfurecido dándole un golpe en la cabeza. Llamó la atención de un joven bolero y para esquivar su curiosidad, él sonrió y dijo:
- Es una chiquilla desobediente, ha bebido y fumado.
El hombre sacó de las bolsas del abrigo un paquete e insinuó que se trataba de drogas. No tenía sentido aclararlo, el joven trabajaba muy deprisa, no vio nada, sólo fue un movimiento mecánico de cansancio. Una vez más la tomó de la cintura. Siguieron caminando por más de treinta minutos, la tarde comenzaba a oscurecerse y las calles se hacían más estrechas. Matilde, con voz ronca pidió ir al baño:
- ¿Para qué?, ya te orinaste.
- Quiero cagar-, dijo muy arrogante aunque sus piernas seguían temblando.
- ¡Qué vocabulario!-, rió a carcajadas.
Forzado por las circunstancias entraron a una fonda, se aseguro de que el baño no tuviera salidas, ella entró. Matilde traía un condón en la bolsa escondida de la falda, tomó la navaja que traía en uno de los escondites del abrigo, la guardó bien dentro del condón, luego la metió por su vagina, se cercioró de que estuviera suficientemente ajustada la braga. Salió sin decir nada. Él la esperaba impaciente.
Salieron de la fonda y en la esquina de Apartado, un taxi se detuvo en cuanto el hombre pidió sus servicios, lo abordaron. Los tres permanecieron callados. El chofer sabía a donde dirigirse. Las manos de Matilde sudaban, se secó con su falda y durante el trayecto permaneció callada, muy quieta. El hombre tatuado ya estaba más que intrigado por la quietud de la adolescente, pensaba en su silencio, no dejaba de temerle a ese silencio. Ella no forcejeó más, ya no intentó delatarlo. Matilde para esos momentos ya se había percatado de la complicidad entre ambos hombres.
El hombre tatuado comenzaba con una crisis de abstinencia mezclada con paranoia, intentó reponerse y disipó la idea de la posible traición del taxista, estaba seguro de su lealtad. Mas no dejaba de pensar en Matilde, su pasividad lo asustaba. Así, poco antes de llegar a su destino, se hizo una serie de preguntas:
- ¿Quizá la darketa se ha dado cuenta de que su fin se acerca o está preparando una escapatoria?, ¿quizá no le tiene miedo a la muerte?, ¿la espera?, ¿tengo miedo de una chiquilla?, ¡ja!
En parte, aquel hombre tenía razón. Matilde había permanecido callada, pensando en una estrategia para engañarlo. Era como jugar un partido de ajedrez, cuál sería el movimiento correcto que no le trajera consecuencias terribles. El taxi después de varias horas de viaje, se detuvo frente a una bodega que se situaba en la periferia del estado de Puebla. Con un brusco movimiento, Matilde fue sacada a jalones del auto, la arrastraron de los cabellos, se dirigieron a la puerta principal y el hombre tatuado tocó a la puerta tres veces, y desde el fondo alguien preguntó por la segunda contraseña. Ambos contestaron: echa a andar el engranaje y en la sima no brilla la luz…

Casita Tlalpan, 9 de julio de 2009
npaezgalicia@yahoo.com.mx

jueves, 30 de abril de 2009

Jonás y su perro

Por Norma Páez


Las calles de la ciudad son estrechas para el número de personas que transita por éstas, los postes en cada esquina, orinales de los perros, también son paraderos de las vendedoras de tamales y atoles. Jonás solía caminar sin rumbo, arrastraba sus pasos pensando en el miedo de quedarse solo. Súbitamente se paró al lado de un poste, sacó de un costal el lazo con que amarró a Mateo, así, el destino de Mateo quedó en manos de aquel hombre que nadie quería ver, de un hombre invisible que nada lo diferenciaba de los grises de la ciudad. Sólo Mateo sabía de su existencia. Aquel perro de cuatro años lucía en el cuello un viejo paliacate rojo; las manchas blancas en su pecho y las de sus patas quedaron ocultas por la tierra de los jardines donde esperaba por largas horas, ahí junto a un árbol frondoso.
Por las mañanas o por las noches cuando no llovía, Jonás se tiraba en el pasto, y mirando el cielo dibujaba líneas del pasado. Así, dibujando transcurrían las horas de su libertad. Mateo, con benevolencia besaba su cara sucia, ennegrecida por las grasas de aceite de auto, que esparcidas en los rincones de las callejuelas, también ensuciaban las ropas de los borrachos tirados, ellos, que después de una larga parranda no podían más con sus vidas y caían sobre los charcos de aceite y de orines. Jonás, aturdido por la insistencia de Mateo que lo besaba sin parar y del bullicio de la gente, salía de su abstracción.
Igual que otros hombres, Jonás caminaba encorvado, cubierto con un abrigo de lana, sus barbas ocultaban la cara de un hombre invisible y la suciedad enmascaraba su vida, o quizá era su vida. De su hombro colgaban bolsas, una llena de latas de refresco, que cortaba para que ocuparan menos espacio, y en otra, las guardaba ordenadas. Ni él sabía para qué las guardaba. Y el buen Mateo caminaba a su lado, parsimonioso, acompañándolo en su soledad.
El viento de aquella mañana de invierno revolcaba algunas bolsas de plástico, aún hacía frío mas los rayos del sol ya iluminaban las callejuelas, rompiendo así, la oscuridad de los viejos edificios. Desde muy temprano, Jonás, taciturno recogía los periódicos, su casa, único hogar que les prodigaba un poco de calor en las noches frías, en seguida se ponía los zapatos que le quedaban grandes, los prefería. Guardaba como un tesoro otro par color guinda, que le quitó a un joven que yacía muerto en la esquina de un callejón sin nombre, sin salida; le apretaban esos zapatos, pero Jonás soñaba con lucirlos. De la muerte de ese joven nadie se había percatado hasta que sus carnes comenzaron a pudrirse. El viejo Jonás al verlo, primero, sigilosamente le arrebató tres meses de ahorro, sí, esos zapatos guinda que compró el joven para presumirlos con la banda del barrio, luego pregonó la noticia con un grito estridente: “¡Un joven está muerto, y sus carnes se pudren!” Los comerciantes, los compradores, los turistas, los pescadores de historias y las putas lo ignoraron.
Jonás se detuvo frente a Mateo y le dijo: “Mateo, mi querido Mateo, ¿qué cruel destino te he reservado? A vivir al lado de un viejo huérfano, huérfano de un escritor favorito, de un hijo que no quise, de una mujer que llegó y no miré, huérfano de un recuerdo que evoque el sonido de la playa. ¡Qué destino tan cruel! Mis propiedades: una carta que no envié y tú, Mateo, mi única compañía”.
Cuando terminó de levantar la casa de periódicos, Jonás comenzó a buscar entre los escombros aquel desayuno tan deseado. Mateo estaba hambriento. Jonás siempre decía: “Verás, encontraremos una gran pierna de cerdo, bien cocida, nos la comeremos hasta reventar, tú y yo”. Mateo movía la cola, fingía creerle, quería creerle, sin embargo se conformaba con un bolillo duro, cuando lo había. La noche anterior solamente comieron algunos restos de tortilla, que también se disputaron las palomas frente a la capilla de La Soledad.
Por fin, Jonás encontró una pierna de cerdo, con algunas mordidas, cubierta de papeles pegados por el aceite. Mateo dio algunos saltos mientras Jonás limpiaba la pierna. Ambos pensaban, “la promesa se cumplió”. Comieron hasta hartarse. Sus estómagos eran tan pequeños que cualquier cosa los llenaba. Contentos, después de la comilona, se sentaron en la banqueta donde las putas ofrecen su trabajo. Mateo jugaba con el lazo, al tiempo que Jonás miraba a una puta. Ella despectiva le preguntó: “¿Qué me miras viejo sucio, acaso tienes para pagar?” Él agachó la cabeza y acarició a Mateo. Otra, disfrazada de colegiala, que competía por ser la más puta, al escucharla pensó: “Já, se da sus ínfulas como si fuera la más guapa, claro, no se ha mirado al espejo. Seguro evita ver sus arrugas, evita ver el tiempo sobre la piel marcada por las estrías, el abdomen prominente y el maquillaje desparramado, já, ya no antoja las miradas ni de los más pobres y desaliñados hombres. ¡Vaya!, sí que debería estar contenta”.
Al tiempo que aquella puta miraba alejarse a Jonás y su perro, se dio cuenta de los zapatos olvidados en el lugar donde habían estado por algunas horas. Por un momento titubeó en advertirle, aún con resistencia balbuceó con voz queda: “¡Ey viejo sucio, los zapatos se te olvidan!” Él contestó indiferente: “¡y Dios se olvidó de ti!” Así, la colegiala los vio desaparecer entre los autos, los edificios grises y los rumores de la gente.

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Casita Tlalpan, 30-IV-2009

viernes, 27 de febrero de 2009

Piel

Por Norma Páez

Son las tres de la madrugada, miro a mi lado, Esteban, sigue aquí. Siento su piel rozar con la mía. La sábana que lo cubre delinea su cuerpo. Despierta y me mira,
-¿Estas bien?
-Sí, le contesto mientras sigo observando su cuerpo torneado.
-¿Qué sueñas?, le pregunto.
-A ti, desnuda.
Le sonrío. Regresa a su sueño, queda boca arriba, con los brazos extendidos. No resisto y lo descubro de la sábana que cae al suelo. Él también está desnudo. Lo beso en cada parte de su cuerpo, sus brazos, sus manos, su torso, sus pies, todo. Me detengo en su ombligo, pequeño, poco profundo. Lo acarició, él comienza a excitarse, va despertando. Toma mi mano mientras sigo acariciando su ombligo. Por un momento lo dejó tocarme, besa mi piel, nos rozamos. Ambos experimentamos la excitación, la atracción cacofónica.
Su piel morena, suave, tiene un aroma exquisito. Sin tocarlo recorro su cuerpo disfrutando la miel de cada poro. Esteban estira su brazo, intenta tocar mi húmedo clítoris, lo detengo mientras beso su abdomen, quiero sólo tocarlo, concentrarme en el sabor de su piel, mojarlo con mi lengua. Pensamos en la penetración.
El pene erguido como un gran señor orgulloso, frente a mí, me invita a besarlo, lo descubro de la piel suave y delicada, siento el bombeo de la sangre que lo mantiene erecto. Comienza a escurrirse, sus líquidos fluyen, mojan mis labios, mis dedos, mi lengua. Lo saboreo, y regreso a la boca de Esteban, corresponde a mi beso, y me besa. Se reconoce. Me ordena masturbarme, le obedezco, acaricio mis labios vaginales, meto mis dedos, estoy demasiado húmeda, pruebo mis líquidos, él se excita y como animal al acecho me cubre con su cuerpo. No me toques le digo, –quiero seguir saboreándote y saboreándome. Esteban se rebela, saborea la leche que escurre de mis tetas, las mama, las mordisquea, y atraído por mis dedos que acarician mi clítoris, los besa, luego los quita para tomar su lugar y acariciarme con su lengua. Excitado y con una sonrisa, dice –tienes un sabor a durazno.
En los andamios de una vida que se construye un gato equilibrista va maullando, da el sereno del amanecer, y nosotros seguimos amándonos.

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Casita Tlalpan, 26-II-2009