jueves, 30 de abril de 2009

Jonás y su perro

Por Norma Páez


Las calles de la ciudad son estrechas para el número de personas que transita por éstas, los postes en cada esquina, orinales de los perros, también son paraderos de las vendedoras de tamales y atoles. Jonás solía caminar sin rumbo, arrastraba sus pasos pensando en el miedo de quedarse solo. Súbitamente se paró al lado de un poste, sacó de un costal el lazo con que amarró a Mateo, así, el destino de Mateo quedó en manos de aquel hombre que nadie quería ver, de un hombre invisible que nada lo diferenciaba de los grises de la ciudad. Sólo Mateo sabía de su existencia. Aquel perro de cuatro años lucía en el cuello un viejo paliacate rojo; las manchas blancas en su pecho y las de sus patas quedaron ocultas por la tierra de los jardines donde esperaba por largas horas, ahí junto a un árbol frondoso.
Por las mañanas o por las noches cuando no llovía, Jonás se tiraba en el pasto, y mirando el cielo dibujaba líneas del pasado. Así, dibujando transcurrían las horas de su libertad. Mateo, con benevolencia besaba su cara sucia, ennegrecida por las grasas de aceite de auto, que esparcidas en los rincones de las callejuelas, también ensuciaban las ropas de los borrachos tirados, ellos, que después de una larga parranda no podían más con sus vidas y caían sobre los charcos de aceite y de orines. Jonás, aturdido por la insistencia de Mateo que lo besaba sin parar y del bullicio de la gente, salía de su abstracción.
Igual que otros hombres, Jonás caminaba encorvado, cubierto con un abrigo de lana, sus barbas ocultaban la cara de un hombre invisible y la suciedad enmascaraba su vida, o quizá era su vida. De su hombro colgaban bolsas, una llena de latas de refresco, que cortaba para que ocuparan menos espacio, y en otra, las guardaba ordenadas. Ni él sabía para qué las guardaba. Y el buen Mateo caminaba a su lado, parsimonioso, acompañándolo en su soledad.
El viento de aquella mañana de invierno revolcaba algunas bolsas de plástico, aún hacía frío mas los rayos del sol ya iluminaban las callejuelas, rompiendo así, la oscuridad de los viejos edificios. Desde muy temprano, Jonás, taciturno recogía los periódicos, su casa, único hogar que les prodigaba un poco de calor en las noches frías, en seguida se ponía los zapatos que le quedaban grandes, los prefería. Guardaba como un tesoro otro par color guinda, que le quitó a un joven que yacía muerto en la esquina de un callejón sin nombre, sin salida; le apretaban esos zapatos, pero Jonás soñaba con lucirlos. De la muerte de ese joven nadie se había percatado hasta que sus carnes comenzaron a pudrirse. El viejo Jonás al verlo, primero, sigilosamente le arrebató tres meses de ahorro, sí, esos zapatos guinda que compró el joven para presumirlos con la banda del barrio, luego pregonó la noticia con un grito estridente: “¡Un joven está muerto, y sus carnes se pudren!” Los comerciantes, los compradores, los turistas, los pescadores de historias y las putas lo ignoraron.
Jonás se detuvo frente a Mateo y le dijo: “Mateo, mi querido Mateo, ¿qué cruel destino te he reservado? A vivir al lado de un viejo huérfano, huérfano de un escritor favorito, de un hijo que no quise, de una mujer que llegó y no miré, huérfano de un recuerdo que evoque el sonido de la playa. ¡Qué destino tan cruel! Mis propiedades: una carta que no envié y tú, Mateo, mi única compañía”.
Cuando terminó de levantar la casa de periódicos, Jonás comenzó a buscar entre los escombros aquel desayuno tan deseado. Mateo estaba hambriento. Jonás siempre decía: “Verás, encontraremos una gran pierna de cerdo, bien cocida, nos la comeremos hasta reventar, tú y yo”. Mateo movía la cola, fingía creerle, quería creerle, sin embargo se conformaba con un bolillo duro, cuando lo había. La noche anterior solamente comieron algunos restos de tortilla, que también se disputaron las palomas frente a la capilla de La Soledad.
Por fin, Jonás encontró una pierna de cerdo, con algunas mordidas, cubierta de papeles pegados por el aceite. Mateo dio algunos saltos mientras Jonás limpiaba la pierna. Ambos pensaban, “la promesa se cumplió”. Comieron hasta hartarse. Sus estómagos eran tan pequeños que cualquier cosa los llenaba. Contentos, después de la comilona, se sentaron en la banqueta donde las putas ofrecen su trabajo. Mateo jugaba con el lazo, al tiempo que Jonás miraba a una puta. Ella despectiva le preguntó: “¿Qué me miras viejo sucio, acaso tienes para pagar?” Él agachó la cabeza y acarició a Mateo. Otra, disfrazada de colegiala, que competía por ser la más puta, al escucharla pensó: “Já, se da sus ínfulas como si fuera la más guapa, claro, no se ha mirado al espejo. Seguro evita ver sus arrugas, evita ver el tiempo sobre la piel marcada por las estrías, el abdomen prominente y el maquillaje desparramado, já, ya no antoja las miradas ni de los más pobres y desaliñados hombres. ¡Vaya!, sí que debería estar contenta”.
Al tiempo que aquella puta miraba alejarse a Jonás y su perro, se dio cuenta de los zapatos olvidados en el lugar donde habían estado por algunas horas. Por un momento titubeó en advertirle, aún con resistencia balbuceó con voz queda: “¡Ey viejo sucio, los zapatos se te olvidan!” Él contestó indiferente: “¡y Dios se olvidó de ti!” Así, la colegiala los vio desaparecer entre los autos, los edificios grises y los rumores de la gente.

npaezgalicia@yahoo.com.mx
Casita Tlalpan, 30-IV-2009