jueves, 9 de julio de 2009

Eje Central

Por Norma Páez

Era apenas la seis de la tarde cuando un hombre alto y corpulento, moreno, descubierto de los brazos, rapado, tatuado, con un arete en la oreja izquierda, abordó a Matilde. Ella salía de la disquera. La tomó del brazo y caminaron por el Eje Central, luego por la Plaza de la Constitución. Llegando a la entrada de un restaurante la joven forcejeó en un intento por zafarse, mas como gatito obediente se contuvo al sentir el frío de la pistola.
Había demasiadas personas por las calles. Él la amenazó con dispararle sin consideración, no le temía a la muchedumbre, fuera cual fuera el obstáculo lo vencería, dijo susurrándole al oído, mientras le sonreía a la anciana que pronto se perdió entre los compradores de ropa de segunda mano.
Matilde aterrorizada buscaba entre los transeúntes, uno por uno, quién podría ayudarle. Quería gritarles auxilio. ¿Nadie entendía sus gestos de miedo y desesperación? Las personas máquinas de hacer, ¿querían ignorar por conveniencia, por miedo, o porque estaban tan ensimismados que no pensaban en la existencia de los demás?, ¿quizá lo confundían con su padre o con su novio?, muchas preguntas la saturaron. ¿Por qué no la ayudaban? El hombre tatuado y la joven darketa se confundían en la fauna gris de la ciudad.
En esos momentos su abrigo negro de nada le servía, sentía calor, sudaba, pero a él, a él sí le servía, una parte le cubrió el brazo derecho con que rodeaba la cintura de Matilde, del otro lado escondió el arma. De esta manera no existía evidencia alguna del delito.
- ¿Cómo te llamas?-, le preguntó.
- Matilde-, contestó en voz baja.
La pregunta fue de más, el hombre sabía quién era, dónde y cómo vivía. Sí, también sabía que sus padres fueron activistas sociales que enfrentaron a la dictadura y luego, su padre se unió a los grandes del narcotráfico traicionando sus principios. Matilde buscó en su memoria las caras de policías, políticos y prostitutas que visitaban a su padre. El hombre tatuado, ¿era uno de ellos? Su madre no se enteraba de las entradas y salidas de los extraños. La casa dónde habitaban era como un laberinto. Matilde la conocía muy bien, se escurría entre los escondites más ingeniosos y los muebles pequeños eran su guarida, así lograba enterarse de todo. Pero no, no lo recordaba.
Mientras caminaban, Matilde comenzó a sentir un líquido caliente que escurría entre las piernas. Sus botas negras pronto se humedecieron, y a cada paso que daba, chorreaban de orines. Ella intentó agacharse, el hombre la jaló de los cabellos para que no se mirara más.
- Sigue caminando.
Le ordenó enfurecido dándole un golpe en la cabeza. Llamó la atención de un joven bolero y para esquivar su curiosidad, él sonrió y dijo:
- Es una chiquilla desobediente, ha bebido y fumado.
El hombre sacó de las bolsas del abrigo un paquete e insinuó que se trataba de drogas. No tenía sentido aclararlo, el joven trabajaba muy deprisa, no vio nada, sólo fue un movimiento mecánico de cansancio. Una vez más la tomó de la cintura. Siguieron caminando por más de treinta minutos, la tarde comenzaba a oscurecerse y las calles se hacían más estrechas. Matilde, con voz ronca pidió ir al baño:
- ¿Para qué?, ya te orinaste.
- Quiero cagar-, dijo muy arrogante aunque sus piernas seguían temblando.
- ¡Qué vocabulario!-, rió a carcajadas.
Forzado por las circunstancias entraron a una fonda, se aseguro de que el baño no tuviera salidas, ella entró. Matilde traía un condón en la bolsa escondida de la falda, tomó la navaja que traía en uno de los escondites del abrigo, la guardó bien dentro del condón, luego la metió por su vagina, se cercioró de que estuviera suficientemente ajustada la braga. Salió sin decir nada. Él la esperaba impaciente.
Salieron de la fonda y en la esquina de Apartado, un taxi se detuvo en cuanto el hombre pidió sus servicios, lo abordaron. Los tres permanecieron callados. El chofer sabía a donde dirigirse. Las manos de Matilde sudaban, se secó con su falda y durante el trayecto permaneció callada, muy quieta. El hombre tatuado ya estaba más que intrigado por la quietud de la adolescente, pensaba en su silencio, no dejaba de temerle a ese silencio. Ella no forcejeó más, ya no intentó delatarlo. Matilde para esos momentos ya se había percatado de la complicidad entre ambos hombres.
El hombre tatuado comenzaba con una crisis de abstinencia mezclada con paranoia, intentó reponerse y disipó la idea de la posible traición del taxista, estaba seguro de su lealtad. Mas no dejaba de pensar en Matilde, su pasividad lo asustaba. Así, poco antes de llegar a su destino, se hizo una serie de preguntas:
- ¿Quizá la darketa se ha dado cuenta de que su fin se acerca o está preparando una escapatoria?, ¿quizá no le tiene miedo a la muerte?, ¿la espera?, ¿tengo miedo de una chiquilla?, ¡ja!
En parte, aquel hombre tenía razón. Matilde había permanecido callada, pensando en una estrategia para engañarlo. Era como jugar un partido de ajedrez, cuál sería el movimiento correcto que no le trajera consecuencias terribles. El taxi después de varias horas de viaje, se detuvo frente a una bodega que se situaba en la periferia del estado de Puebla. Con un brusco movimiento, Matilde fue sacada a jalones del auto, la arrastraron de los cabellos, se dirigieron a la puerta principal y el hombre tatuado tocó a la puerta tres veces, y desde el fondo alguien preguntó por la segunda contraseña. Ambos contestaron: echa a andar el engranaje y en la sima no brilla la luz…

Casita Tlalpan, 9 de julio de 2009
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