miércoles, 16 de diciembre de 2009

Castillo azul


Por Norma Páez


Era Alina la que llamaba a la puerta, lo sabía bien, era ella. La vi desde el balcón cuando dio vuelta por la calle San Cristóbal, sus finos brazos envolvían un ramo de claveles blancos. Caminaba por el estrecho sendero marcado por malvones rojos, que daba a la entrada de la casa. Los pliegues de su falda de lino azul volaban con el viento que jugaba a empujarla, y la blusa blanca ajustaba bien en su cuerpo delgado. Alina había cumplido cuarenta y dos, era una mujer madura, aventurera y silenciosa. Con el cabello corto parecía de treinta y cinco. Aquella pintura era real, la guardé en mi memoria, no quería quedarme sin ella.
Dando unos saltitos Alina entró por la puerta de atrás, bajé corriendo para recibirla, en cuanto estuvimos una frente a la otra, la estreché contra mi pecho con tal fuerza que le provocó un suspiro, al soltarse de mis brazos dijo: “¡discúlpame!”, y alargada la palabra en mi boca recibí sus labios con ansiedad. La esperaba dos horas antes, ella tan distraída, solía llegar tarde a todas las citas; su tardanza no me preocupó porque al final, me dio tiempo para cubrir la mesa con el mantel floreado que tanto le gustaba; en la estufa puse a calentar un poco de té de manzanilla y canela. El aroma se esparció. La textura era suave, dulce, cálido…, olía a ella.
Cuidé todos los detalles para darle una bienvenida candente. Preparé en un pequeño tazón de vidrio fresas cubiertas de miel, el jugo de naranja con que las rocié quedó en el fondo. Con la mirada fija en el tazón la imaginé sobre la cama, en ese sueño lamí poco a poco el jugo de naranja derramado sobre su piel. Al despertar coloqué en el buró unos vasos con vino. Alina había prometido quedarse. En ese momento no sabía si cumpliría, al final, sí cumplió y lamenté que las noches fueran tan cortas.
Entró a la cocina esquivando el perchero, dejó los claveles sobre la mesita de centro, cogió el florero y comenzó a balancearse, acarició con sus dedos la silueta femenina incrustada en el vidrio. Calló. Por un momento quedó en un vacío. Levantó la cara y sus ojos se clavaron en mi cuerpo, seguía mis pasos con interés. Miraba con esa tranquilad que a mí me angustiaba, ¡no sé por qué! Alina al despabilarse de sus pensamientos abrió el grifo del agua, llenó el florero hasta la mitad y con sosiego colocó los claveles.
–Del florero me atrajo el realce blancuzco y la base de plata que daba luz a los perfiles de la mujer; lo adquirí en un viaje hacia el sur de Galicia. Cuando viajé a España, un viernes casi al final de verano entré en una de esas tiendas de antigüedades y mientras la recorría, una mujer hacía el intento por acercarse, caminó alrededor y yo seguía ahí sin saber qué decirle… fingí no verla, tomé el florero y acaricié los relieves.
Alina estaba distraída, no escuchó mi relato y sin decir nada caminó hasta la chimenea, sobre la base de madera puso el florero. Seguía en silencio, observaba buscando algo, no sé qué, luego se detuvo y en la pared por fin encontró ese algo. Era el cuadro que pintó Salvador S., un músico sin talento y un artista con la brocha.
–Y esa pintura de quién es, dónde la compraste, –preguntó con insistencia.
–Fernando lo compró después de una larga noche de risas y festejos por el cumpleaños de Salvador. –A “Chava”, como le decimos los amigos lo conocí en el verano del 94. Coincidimos en una cantina de la ciudad de México, iba sola, recuerdo que esa noche se escuchaba un ajetreo desolador: 1994, Chiapas, Zedillo, crisis… Hace poco visitó nuestra casa. Salvador es un amigo con mucho talento y poca suerte.
Recuerdo que Fernando, mi esposo, me contó lo entusiasmado que estaba por el cuadro; después de una larga insistencia Chava se lo vendió. Ese día celebraron con vino francés y muy alegre, “Chavita” amenizó la reunión con ironías punzantes que como flechas, iban directas a la autoestima de sus frívolos compañeros de mesa: “Reíamos como imbéciles burlándonos unos de otros”, dijo Fernando tartamudeando y sin contenerse a reír de nuevo. No hice eco de sus risotadas porque me distrajo la palidez de los personajes de aquel cuadro.
Salvador se inspiró al ver el Castillo azul en Tarija, una ciudad del sur de Bolivia. Lo atrapó la historia cincelada en sus paredes. La construcción la comenzaron hacia finales del siglo XIX. La pintura recién terminada era extraña, los personajes parecían atormentados como por una pesadilla, tras de sí un cielo rojizo matizado por líneas amarillas y azules. Caía la tarde.
–No conozco los detalles de la historia. Salvador enfatizó que esa construcción carecía de baños, pero que eso no era lo extraño sino…, –en tono brusco, Alina interrumpió mi narración.
–El cuadro de tonos rojizos y azules le dan una extraña nitidez. Los rojizos son amenazantes y el azul oscuro, sombrío; al fondo las dos mujeres se ocultan detrás de la puerta, ¿las ves?, –preguntó al tiempo que volteaba hacia mí.
El cuadro del Castillo azul causó también en Alina una atracción incontrolable, por un largo rato lo observó; los colores oscuros crearon la imagen de la tarde muriendo. Según mi interpretación, se dibujaba el viento en delgadas líneas que pronosticaban una tormenta; las mujeres se detenían de las puertas levantando la mano como despidiéndose o quizá era una señal de auxilio, no lo sé, en el cuadro no estaba definido.
Entre las sábanas y la luz ambarina que cubría la casa mordí sus labios. La noche era corta y decidí aprovecharla. Amanecía. Después de una intensa noche de sexo desperté al escuchar el vaivén de Alina, buscaba su ropa, andaba descalza por el laberinto de la habitación; cansada del ajetreo se sentó en el borde de la cama y al inclinarse para besarme tocó mis pezones que escapaban del camisón de algodón. Notó que mis párpados estaban hinchados, sí, me delaté; furiosa me dijo:
–No voy a dejar a Ernesto, lo amo. Vive la relación como lo dijiste. ¡Alondra…Alondra, no sufras!
–Alina por favor no me digas esas cosas, quiero estar contigo. No pido más.
–Entonces por qué esos pucheros, por qué tienes los ojos hinchados, ¡explícame, dime! –sacó mucho aire al esforzarse para mostrar enojo y chilló por segunda vez, ¡explícame!
–No me entiendes. Sólo piensas en él, –le reprochaba mientras cambiaba las sábanas blancas. Mis senos colgaban, ella los miraba con deseo; cuando descubrí su mirada lasciva intentó calmarse, se acercó sigilosa y dijo:
–Tienes razón no te entiendo y…, en ti siempre pienso. Ven, –susurró–, déjame besarte… ¡quédate pequeña…!
Como enredadera se amarró a mi cuerpo frágil, quedé sometida a sus deseos oscuros. Forcejeé un poco, no me soltó y antes de que lo hiciera, giré hacia ella y la besé con ahogada angustia. Tenía miedo de perderla. No quería dejar de tocarla, de morderla, de beberla, de casi matarla hasta lograr que gimiera de gozo. Incisiva continué con los reproches:
–Pero, ¿cómo es que lo aceptas?, ¿acaso no te duele que el hombre que amas duerma con otra y… que yo duerma con él?
–Alondra por qué el pudor si duermes conmigo… Escucha, ¡odio las complicaciones! Ernesto es un hombre sensual, inteligente, abierto; ¡ámanos, déjanos amarte! Seremos tres almas, tres cuerpos gozando en la cama; compartiremos saliva, semen, sudor, memoria y olvido… los tres sin dejar de ser lo que somos…nos respetaremos, nos amaremos, –me dijo con la calma que a mi me falta, sus ideas me enojaban. Ahora ya no es así, de verdad…
–Y ¿Fernando?, –le pregunté.
– ¿Fernando, qué?
No dijimos más. Alina tomó el suéter verde del perchero y lo sujetó a su cintura, salió muy alterada, dio un portazo; el silencio transformó mi actitud en culpa.
Pocos días después Ernesto llegó de París. Pronto notó la distancia entre nosotras, deberíamos... deberíamos ser nosotras, nosotras. Entonces no comprendí qué era amar y ahora...creo… Esa noche fui a casa de Alina, tomamos unos tragos y terminé por despedirme muy temprano. Ambos me acompañaron hasta la puerta de mi casa, Ernesto manejó en silencio y Alina era la que aminoraba mi incomodidad. En el trayecto, reí, reí mucho, éramos malísimas contando chistes. Nosotras íbamos en los asientos de atrás. En cuanto llegamos, a punto de salir del auto deslizó su mano por de bajo de mi falda; dejé escapar un gemido quedo, intenté ahogarlo, se me escapó.
Poco después de nuestra despedida regresé a su casa. Alina confiaba en mí y me lo demostró al entregarme un juego de llaves. Entré a la casa con sigilo, en el balcón, oculta tras las cortinas, los observé; Ernesto y Alina jugaban entre las sábanas, se revolcaron succionándose, recordándose; memorizaron la noche compartiendo silencios, –el suyo y el mío–. En el mismo lugar después de una hora, alcancé a escuchar las inquisitivas preguntas de Ernesto.
–Alina, ¿qué pasó?, –inquirió con voz ronca, la gripe le había congestionado la nariz.
–Nada grave sólo que, Alondra está chapada a la antigua. No comprende el significado del amor. No hay diferencia, se ama o no se ama. Ernesto y, ¿sí te acercas?, ¿la amas no es así? Es necesario que se dé cuenta de lo complejo qué es el amor. –Alina le contestó con firmeza. Se negaba a pensar en la posibilidad de separarnos aunque su convencimiento de hacerlo me alertó, dijo que me abandonaría si no respetaba su forma de vivir y comprender el amor. Agregó muy enojada:
–Sufrir, ¿para qué? ¡No, me niego!, hay que evitar el sufrimiento, –terminó diciendo con voz fuerte.
–Tienes razón, me acercaré. Invítala para la comida en casa de tus papás, –Ernesto lo dijo al parecer muy optimista. No le creí.
Después de todo, en cuanto me invitaron acepté. En mi armario había estado guardado, ¡por meses!, el vestido que Alina compró en uno de sus viajes a la ciudad de México. Sabía que con este vestido la atraparía, no dejaría de verme, quería tener toda su atención. Eso quería. Pero, las cosas resultaron distintas. Llegando el sábado, Ernesto y Alina pasaron por mí, me sentía incomoda pero no quería quedarme sin verla deslizarse por los jardines del pueblo, observando los detalles del paisaje. Mirarla, era para mí, todo... El sábado después de la comida emprendimos una caminata. Ernesto, Alina, Fernando y yo recorrimos las viejas calles intransitadas del pueblo; Alina iba colgada del brazo de Fernando, al verlo desde lejos pensé en lo mucho que me gustaba, es guapo, pero… Alina se fijó en mí. Fernando recibió una llamada al celular y se separó del grupo; mi esposo es hombre de una sola mujer, lo sé. Cuando sucedió, es decir, cuando nos dimos nuestro primer beso, Alina y yo, la acepté, pero no comprendí por qué y creo que ni siquiera lo intenté…, eso ya está en el pasado.
Ernesto comenzó a acercarse y halagó mi cabello largo, deslizando su lengua hasta mi boca mordió mis labios, recogió el aroma de cada poro de mi piel. Así subió hasta quedar frente a mí, era la primera vez que estaba tan cerca. Conocí los ojos color negro más hermosos, brillaron al verme. Esa mirada me turbó. Alina desde lejos nos miraba despreocupada, eso sí, sonriente, se notaba que estaba contenta porque no lo rechacé como otras veces lo hice. Los labios rozados de Ernesto me provocaron impulsos sin control, arrebatos que se manifestaron en pequeñas pulsaciones que recorrieron mi cuerpo, si hasta el clítoris ya caliente, húmedo... Alina al vernos corrió a tomarnos de la cintura. Para esos momentos su olor ya estaba impregnando en mi sangre, en mis venas; lo sentía recorrer desde mi nariz hasta mis pulmones, comenzaba a llenarme de él y de ella. Al preguntarme: “¿Llegaríamos a ser tres? Alina se colgó de mi cuello y besó mis labios. Ernesto nos miró sin decir nada.
Después de algunos meses terminé aceptando la propuesta. Éramos tres en la relación. En ocasiones teníamos encuentros en algún hotel de las afueras de la ciudad. Aún tenía cierto pudor sobre todo porque Fernando no sabía de nuestra relación. Por ese motivo nuestros encuentros nunca fueron en la casa de alguna de nosotras. Confieso que acepté porque quería seguir bebiéndomela sorbo a sorbo, mas en el fondo de lo más horrible de mí no había aceptado del todo ésta relación, pensaba en que Alina debería ser solo mía. Con Alina viví la relación luchando contra la moral inculcada por mis padres, moral que sólo me estorbaba. ¡Absurdo!...
“¿Qué cuándo crecieron los celos?, no sé, no sé”. Una noche de noviembre Ernesto decidió hacerme una visita; Alina no llegó con él y Fernando estaba de regreso en Colombia. Abrí la puerta, entró trastabillando y dejó la botella de vino sobre la chimenea…luego me empujó haciéndome caer sobre el sillón. Esperé a que se desabrochara la ropa y le ofrecí un vaso con vino, fui a la cocina y tras la columna bajo la oscuridad mascullaba la idea de matarlo. La palabra matarlo la pensé muchas veces cuando la besaba, cuando él metía los dedos bajo su falda o cuando chupaba las grandes tetas de mi Alina. Matarlo… sí, matarlo. Alina sería sólo mía.
Ernesto bebió demasiado; tres copas y yo ya estaba algo ebria. No recuerdo de qué hablamos. En la sala quedó vulnerable… ahí sentado en el sillón bajo el cuadro del Castillo azul, lo apuñalé y la sangre salpicó las caras de las mujeres que se endurecieron de terror. En ese momento recordé lo que nos dijo Salvador acerca del asesino serial que encontraron muerto; colgaba de una soga en una de las habitaciones del Castillo Azul: ¿Suicidio?, ¿se trataba de un asesinato o, una venganza? Las mujeres del cuadro eran las recamareras, fueron las primeras en descubrir el cadáver.
Después de bañarme tomé las llaves del auto y manejé hasta la casa de Alina. Cuando llegué sentí el calor, me acurruqué en el sillón, no preguntó por Ernesto, quizá no sabía de su última visita a mi casa. Hacía frío, quemó más leños en la chimenea. Nos acomodamos, Alina estuvo callada hasta que me ofreció un “ácido” y nos fuimos a la recámara. Ahí, recogí con mi lengua sus jugos, apreté sus carnes macizas embarradas de aceite de almendras; demasiado dulce para mí, el olor me hizo sentir asqueada. La abracé y mi cabellera cayó sobre su cara, sus labios carnosos acariciaban mis labios, los mordía… succionaba, sí, sabía hacerlo. La noche avanzaba y ya cansadas quedamos tendidas sobre la cama, Alina no dejaba de acariciar mi sexo, luego al acercarse los dedos a la nariz murmuró: “el sexo de una mujer es la mezcla de sal y humedad”, muy caliente bajé y absorbí esa porción del mar, la chupé hasta dejarla casi seca. Pude haber seguido hasta el amanecer pero Alina quería platicar.
No teníamos sueño y en nuestra conversación hubo un poco de varios temas. Caí en un hastío porque Ernesto no dejaba de aparecer en cada relato, largo o corto él seguía ahí. La besé y le dije: “Amor, creo que estoy comenzando a comprender qué es el amor”, sus ojos tuvieron un brillo de alegría y la odié. De mi bolsa saqué dos mascadas y la sujeté a la cama, luego la monté y la amarré de las muñecas, yacía inmóvil; le confesé los detalles de mi crimen. Ernesto había muerto. Al escucharme soltó un gemido del dolor que le ocasionó el impacto del disparo. La maté.
La maté como un acto de amor, ahora, es sólo mía. Señora Juez estoy aquí para confesarles mi amor por Alina, no siento culpa, mi último deseo es que el mundo sepa qué es el amor y que yo la amé.

npaezgalicia@yahoo.com.mx
Desde otra ventana miro el amanecer, cálido y azul.
14 de noviembre del 2009